Este verano he estado leyendo el estupendo
libro “The Revenge of Geography: What the Map Tells us About Coming Conflicts
and The Battle Against Fate” del analista americano Robert. D. Kaplan. Recomendable para entender la
dinámica geopolítica actual y para rebatir las tesis hiperglobalizadoras que
surgieron a principios de los 2000. La revolución digital ha facilitado la interconexión
global, pero la geografía sigue determinando la estrategia y la política de las
naciones. Aunque los bits atraviesen el Hindu Kush a la velocidad de la luz,
las relaciones personales, la confianza y los lazos familiares que están en la
base de las fuerzas que originan la expansión o declive de las civilizaciones,
no. La geografía sigue contando, y a partir de ella se pueden explicar y prever
los conflictos internacionales que, pese a la abundancia de tecnología y a los
incrementos de productividad que genera, siguen atenazando el mundo.
Kaplan pasa revista a los diferentes escenarios internacionales. Empezando
en Túnez, donde según el escritor, existe el único “clúster de civilización” sólido del Norte de África. Descendiente directo de la cultura cartaginesa, arrasada
por Escipión el Africano, las fronteras de la antigua Cartago todavía
determinarían los límites de la estabilidad africana. Más allá de esa frontera, se
inició la Primavera Árabe del 2010. Túnez es una cuña europea en África, ancestralmente conectada con la cultura y el comercio sicilianos e italianos, un país con estructura y mentalidad de estado sustentado sobre carreteras de origen cartaginés, romano o bizantino. Si el Norte de África fuera como Túnez, las fronteras naturales de Europa estarían en el Sáhara. Pero Argelia o Libia, a sus lados, serían estados
artificiales, no sustentados en la geografía ni en su subproducto: el clúster de
civilización. La parte occidental de Libia (Tripolitania) mira a Túnez, mientras que la
parte oriental (Cirenaica) formaría parte del espacio Egipcio. Espacio
cohesionado por el Nilo, otra zona de estabilidad natural aglutinada alrededor
de un río que discurre de Sur a Norte, pero cuyos vientos van de Norte a Sur,
configurando una auténtica autopista bidireccional en el Este Africano.
Europa estaría formada por cuatro sub-áreas naturales, que dan lugar a
cuatro sub-clústeres: el eje Carolingio (a lo largo del Rhin), verdadero motor
industrial y polo aglutinador del resto; la Europa del Este, con Polonia como máximo exponente (zona tradicional de frontera); los países mediterráneos, menos
desarrollados, menos meritocráticos que Carolingia; y los Balcanes, zona de máxima inestabilidad,
frontera ancestral entre tres imperios (Rusia, la Europa Germánica, y el Imperio
Otomano), con una geografía quebrada por las montañas, que dificultó la
expansión y consolidación de cualquiera de ellas, pero también la emergencia de
potentes clústeres de civilización propios. Grecia sería la colisión entre esas
civilizaciones en un espacio natural perteneciente a la cuarta en juego: el
Mediterráneo. El fuerte peso de la tradición y la familia en las zonas mediterráneas
explicaría la debilidad de su economía: su estructura industrial está formada mayoritariamente por pequeñas empresas familiares, cuya gestión no es meritocrática, lo que impacta en sus lógicas
económicas y debilita el desarrollo de España, Italia y Grecia.
En Europa, Alemania, potencia industrial, tecnológica y cultural, parece destinada a liderar el continente, y a competir con Rusia por
su espacio de influencia. Putin, según Kaplan, sería el típico autócrata ruso, en
el más puro estilo zarista o de los comisarios soviéticos. El tipo de líder que
la cultura rusa, exenta de la tradición del Siglo de las Luces y de la eclosión del management moderno, entiende. Y su cinismo y paranoia no son más que la puesta en
escena de políticas orientadas a minar las instituciones de la Europa Oriental
para mantener una prudente distancia de Alemania, una “tierra de nadie” de
protección. Ucrania formaría parte de este cinturón de seguridad.
Irán sería, para Kaplan, una gran civilización, con identidad propia, construida
sobre la realidad de la meseta iraní, la misma que alumbró a sus antecesores,
los persas y los medas. Arabia Saudí, por el contrario, sería un estado débil, construido
sobre una familia. Y Yemen, un polvorín montañoso ingobernable regido por innumerables
tribus surgidas en las pequeñas llanuras entre cumbres desérticas.
El liderazgo mundial de los años venideros estaría disputado por Estados
Unidos (una especie de “isla”, segura a Este y Oeste, cerrada por el norte por
un Canadá que no es más que una franja de 100 millas desarrollada antes del
desierto ártico), y sólo amenazado demográficamente por el Sur (en la frontera
de espacio abierto con México); y China, una China cohesionada y segura en su
espacio interior, que mira al mar del Japón y a su expansión oceánica. Corea
del Norte implosionará en una inevitable fusión con Corea del Sur, al modo de
la reunificación alemana, creando una zona de competencia cultural y económica entre China, la Gran Corea, y Japón. Auténtico polo tecnológico internacional y nuevo centro de gravedad de la economía mundial.
El mundo, en definitiva, no es plano, como postuló Thomas Friedman en 2005,
en la época de máxima eclosión del fenómeno globalizador. Occidente ha completado
un viaje a través de la racionalidad científica, la innovación tecnológica, la
libertad económica y la democracia política que ha generado una civilización
que hunde sus raíces en la Grecia Clásica, la Pax Romana (construida alrededor
de la mayor bahía del mundo: el Mar
Mediterráneo), y el Imperio Carolingio
Pero han existido zonas ventosas, permanentemente abiertas, como el actual Afganistán y
el Sur del Cáucaso donde, sin fronteras naturales, y sometidos a continuas
invasiones, nadie ha conseguido crear un clúster de civilización suficientemente
sólido para echar raíces y estabilizarlas.
Necesitamos recuperar la sensibilidad sobre el tiempo y el espacio que se
perdió en la era de la información y la hiperglobalización. Globalización que
quizá quedará como concepto de dirección moral de la historia, más que como realidad práctica e inevitable que parecía ser. En economía ya sabíamos que las ortodoxias
no funcionaban por igual en todas partes. Las teorías económicas globales no
funcionan en según qué contextos históricos, sociales y culturales. La
macroeconomía ha de dar paso a la competitividad microeconómica. Marshall ya lo
sabía, cuando hablaba de sus distritos industriales. Porter lo
institucionalizó con su teoría de clústers, aunque sin dar tanta importancia al contexto socieoconómico. La cultura (la experiencia acumulada sobre un territorio durante centenares de años) cuenta para configurar la competitividad global del mismo. Kaplan reafirma el peso de ese contexto en la geopolítica mundial.
Aunque, como dice la profesora Carlota Pérez (London School of Economics)
en su excelente ensayo “A New Age ofTechnological Progress”, yo creo que el reto de la política actual no es ya
distribuir los recursos preexistentes y continuar compitiendo por espacios
geográficos, sino cambiar de paradigma: ser capaces de explotar el inmenso potencial tecnológico y
científico al abasto de la humanidad para conseguir extender el bienestar y la
calidad de vida a todos los rincones del planeta.