El pasado martes, un buen amigo, Jaume Hugas, leyó su tesis doctoral (que tuve el privilegio de co-dirigir). La tesis, excelente, iba sobre nuevos
formatos de programas de liderazgo directivo, un tema realmente apasionante.
Pero el motivo del post no es la tesis en sí, sino la experiencia posterior: la cena en El Celler de Can Roca, donde Jaume tuvo a bien invitarnos, tras la defensa
de la tesis, al tribunal y a los directores de la misma.
El Celler de Can Roca se situó de nuevo como el mejor restaurante del mundo
en la lista The World’s 50 Best Restaurants, en julio pasado. ¿Cómo se puede
competir con tanto éxito en un sector ultramaduro como el de la restauración?
Los hermanos Roca pusieron en marcha el establecimiento en 1986, a partir de un
antiguo restaurante de sus padres, en el barrio Sàbat en Talaià (Girona), junto
a Sant Martí de Llémana, con una visión innovadora y diferencial inspirada en
el mundo mágico de la nouvelle cuisine
francesa de los 80, cuyos referentes eran cocineros de vanguardia como Jacques
Pic o Georges Blanc. Los contactos con Ferran Adrià en la Escuela de Hostelería
de Girona, hacia 1989; o la progresiva especialización de cada uno de los
hermanos Roca (Josep, por ejemplo, en vinos, Joan en cocina salada, Jordi en
postres) no son ajenas al despegue del Celler y a la obtención de su primera
estrella Michelín en 1995, la segunda en 2002, y la tercera en 2009.
La alta cocina no es sólo genialidad. Es un extraordinario ejercicio
sistemático de experimentación y búsqueda de nuevas texturas, sabores, colores
y olores para ofrecer al cliente una experiencia sensorial superior. Es una
obra maestra de customer experience. Y,
a la vez, un magistral despliegue de operaciones complejas, sincronizadas y programadas
con la precisión de un reloj suizo, construido sobre una cuidadosa especialización
de procesos. Es un ejemplo de referencia de trabajo en equipo para ofrecer al cliente un flujo constante de platos formados por combinaciones casi
infinitas de delicatessen de todo
tipo: pistacho, cogollos, kombu, anémona, katsoubushi, haba de cacao, azafrán,
comino, rosas, nubes de leche, helados de ajoblanco, y un sinfín de propuestas a cuál más innovadora.
La experiencia total: una sucesión de tres horas de incesantes platos, cada uno de los cuales es una auténtica sorpresa sensorial.
Jaume Hugas escribió para ESADE el business
case del Celler. Por eso, a la vez que cenamos, nos iba desgranando los
secretos de las operaciones y la innovación que se escondían tras el fenómeno
empresarial del restaurante. Con fuerte arraigo local (50% de clientes catalanes, 20%
peninsulares, 30% internacionales), recibió alrededor de 120.000 correos o llamadas en
las horas siguientes a ser elegidos nº1 en el ranking mundial. Dispone de 45.000 botellas
de vino, de unas 3.300 referencias, en la bodega. Como en cualquier empresa, las actividades del Celler se dividen en dos
esferas: las operaciones (desde el diseño del establecimiento, el layout de cocina, la gestión de proveedores,
la logística interna, o el control de la calidad) y la innovación. El proceso
de innovación les ha llevado a experimentar incluso con biólogos especializados
en plantas comestibles, hierbas saludables o setas de todo el mundo para
descubrir nuevos sabores. En 2014, se lanzaron 62 nuevas creaciones culinarias.
Los principios creativos del Celler se sustentan en los modelos de Dyer,
Gergersen y Christensen de experimentación sistemática descritos en The Innovator’s DNA. La ambición por
ampliar las experiencias sensoriales de sus clientes les llevó a avanzar en la
combinación de sabores y olores con música y arte escénico, creando una ópera en doce platos representada en 2013 en el Centre d’Arts Santa Mònica. Y el proceso
de innovación se expande mediante tours internacionales a la búsqueda de nuevas
sensaciones sensoriales, y nuevos modelos de negocio (por ejemplo, patrocinios
de grandes empresas de eventos con clientes, servidos por el Celler).
La experiencia en el Celler me recordó, en cierto modo, los espectáculos del Circo del Sol. Contra
todo pronóstico, no hablamos de arte. Hablamos de tecnología organizativa,
planificación y trabajo en equipo. En el Celler, la ambidextria organizativa
está perfectamente plasmada: hay un motor de experimentación sistemático (¿liga
la sardina con el yogur? ¿las rosas con el chocolate? ¿es posible un helado de
aceituna, o de ajo?) que busca nuevas combinaciones originales de sabores,
colores y olores; sumada a un despliegue logístico y operativo de absoluta
excelencia internacional.